Si tratamos de trazar un hilo conductor en la obra de Patricia Vogel, posiblemente nos conduzca al dibujo, en lo más amplio de su concepción. Se trata de un dibujo escurridizo, inquieto, que quiere pero no quiere ser dibujo. Quiere ser cuerpos que se transforman en línea y líneas que adquieren cuerpo. Quiere ser paisaje y quiere ser objeto. Quiere ser trama y también juego. Desde este punto de vista, en su trayectoria hay una obra gráfica muy abierta, que toma múltiples direcciones y que oscila entre lo intuitivo y lo caprichoso.
Pero entre este vértigo hay un contrapunto, un agente más silencioso, que se asoma como meditando entre gubias, materias nobles y gestos de repetición. El oficio del grabado, de una tradición antiquísima, es una manera de dibujar más domada, protocolar, incluso. Hay una poética del grabado en la matriz, que es origen, es madre y unidad, y como tal, el riesgo no le es permitido. Tampoco el capricho ni la experimentación. De ella se espera estabilidad, constancia, redundancia. El grabado, también, es una forma de representación que viene de un encuadre. Es un recorte regular de la masa incorpórea que son las imágenes, que sin embargo en la mente siempre quiere expandirse.
El dibujo expande, la matriz contiene. Repetir y equivocarse es la forma más transversal de aprendizaje en la experiencia sensible. Asumir el error libera al acto de la repetición, desestabilizándolo, permitiendo la disonancia, el desencaje. Y la repetición por su parte le ofrece al error un lugar seguro para aparecer. Cuando se produce este ensamblaje, entre la persistencia del patrón obstinado y la travesura de la forma caprichosa, es que aparece el verdadero paisaje vivo.
Vicenta Larraín